A Lu le gustaba tanto jugar a las escondidas que lo hacía incluso en la piscina, se metía debajo del agua dejando tan solo su pequeña naricita por fuera, esperando que no la vieran, no la oyeran o siquiera la olieran.
Sus amigos podían pasar horas buscándola, llamándola para que fuera a jugar fútbol o treparse en los árboles, pero a ninguno se le ocurría jamás mirar debajo del agua pues ninguno de ellos se sentía tan tranquilo y seguro como Lu arrugándose lentamente cual uva pasa en una esquina de la piscina.
Y mientras tanto, Lu se reía, divertida de no ser encontrada. Divertida sí, pero no feliz… ¡Compleja situación! dirán algunos, trataré de explicarla: su parte astuta y traviesa se reía de la broma que le hacía a los otros, orgullosa de saber cómo engañarlos; sin embargo, otra partecita suya, que se mantenía oculta entre tantas risas, lloraba desconsolada por estar jugando un “solitario” de escondidas.
FIN
Reflexión
Cómo es de rico jugar a esconderse, ¿no? Cuando somos niños nos encanta. A la niña de este cuento esto le resulta muy divertido saber que se escondió bien y que no la descubrieron, eso le genera goce, el goce propio del juego que está en todos nosotros y, especialmente, en los niños. Su problema es que empezó a llevar a la cotidianidad una acción que se enmarca dentro de la lógica del juego y a sentir satisfacción al no ser descubierta. A ella le asusta ser vista por los otros, interactuar con otros y que la juzguen como torpe, boba o rara. En eso se parece a otros niños que tienen un gran temor de no ser aceptados o de ser rechazados, aunque objetivamente no lo estén siendo.
En el día a día de los niños hay muchas y variadas maneras de esconderse: esperar a que todos los niños salgan del salón y salir de último para que nadie note que voy solo a tomar onces, decir que me duele el estómago para ir a la enfermería y no tener que hacer una exposición, responder que no me gusta jugar fútbol porque no lo hago bien. Aunque, estas estrategias brindan cierto grado de bienestar pues “nadie me señaló y me hizo sentir mal”, están empobreciendo sus relaciones cada vez que las utilizan.
Un niño que se aísla es un niño triste que ha dejado de aprender porque la interacción con sus pares es necesaria para aprender muchas cosas, a defenderse, a hacer amigos, a afrontar situaciones difíciles, a ser solidarios. Hay dos aprendizajes que son consecuencias de todos los demás y que destaco sobre estos: uno, aprender a amar personas por fuera de su familia que se parecen tanto a ellos y a la vez son tan diferentes y dos, aprender a amarse a sí mismos en escenarios de continua comparación que no se limitan a lo académico (“yo soy más rápido que tú”, “yo tengo más que tú”, “mi juguete es más lindo que el tuyo”… ¿Les suena?)
Aunque, parece obvio que los niños necesitan de otros niños, para algunos adultos no lo es, algunos adultos priorizan la ida al museo sobre el juego en el parque, algunos adultos afrontan los conflictos por sus hijos en lugar de alentarlos a que busquen sus propias soluciones, algunos adultos ponen “peros” a otros niños porque no son los amigos que quieren para sus hijos y lo que es peor, permiten que sus hijos pongan “peros”. Algunos adultos dirán que los están cuidando, pero no ven la diferencia entre cuidar y proteger de más, si se interviene una y otra vez en los problemas de los hijos, se les aparta del juego por miedo a que se lastimen o porque se cree que hay experiencias más importantes que ir al parque, ensuciarse, caerse, tener conflictos y llorar, les están robando experiencias valiosas que jamás van a recuperar.
¿Han visto cuando los niños y las niñas llegan a casa con ese sudor sucio o tienen lágrimas cafés porque se cayeron y les dolió pero siguieron jugando? Ese es el mundo ideal de un niño y una niña, la sobreprotección solo los anima a esconderse, les da alas para meterse en un hueco y no querer salir y eso es un gran desperdicio de plumas.