Érase una vez una familia de tres que vivía en una casa, ni tan grande, ni tan chiquita, apenas, apenitas para ellos. Un día el hijo mayor invitó a unos amigos a jugar videojuegos sin pedirle permiso a su mamá porque, según sostenía el niño, se le olvidó decirle, pero, en verdad, ¿se le olvidó decirle?
Cuando llegó la hora de comer, la mamá llamó a los hijos, pero como no había comida suficiente no invitaron a los amigos, los dejaron en la habitación, cerraron la puerta y apagaron la luz con los videojuegos como única compañía y esperando que estos les distrajeran el hambre, y los niños se quedaron haciendo lo que tenían que hacer cuando los videojuegos son la única compañía.
La familia se sentó a la mesa y mamá e hijo hicieron lo que tenían que hacer, comer. La hermanita, en cambio, jugaba con sus juguetes, pensando que ella también hacía lo que tenía que hacer, pues su hambre era distinta a la de todos los que la sobrepasaban en edad. Entonces, como era de esperarse, la mamá le llamó la atención; a lo que la niña, quien siempre se ufanaba de su sabiduría, respondió: “si los gatos hacen cosas de gatos, se lamen, persiguen ratones de felpa y van a su caja de vez en cuando; yo que soy una niña hago cosas de niña”.
En eso estaban familia y amigos, cuando de pronto la enorme mascota de al lado, hambrienta, extraña y mojada salió en busca de comida. Verán ustedes, para ponerlos en contexto, el vecino, que era bastante irresponsable, olvidó alimentarla por días enteros, semanas y años. Desde la calle, la extraña mascota, observaba la casa ni tan grande ni tan chiquita… y ¿a qué no adivinan lo que hizo?
Así es, hizo lo que tenía que hacer
FIN
Reflexión
Las reglas como preceptos inamovibles que no se cuestionan llevan a la rigidez en el comportamiento, a que las acciones no respondan a las claves informativas de la situación, sino al deber ser. Vistas así, se vuelven una advertencia incontrovertible, casi como si les gritáramos a los niños “¡Peligro! No metas las manos en el fuego, que te quemas”.
Enseñar el seguimiento de las reglas “porque sí”, sin que medie explicación alguna por parte del adulto puede llevar a un buen número de consecuencias poco deseables, por ejemplo, ansiedad extrema ante su posible incumplimiento, uso reiterativo de mentiras para evitar el regaño, culpa ante equivocaciones mínimas o remordimiento por querer actuar de otro modo. Es, en definitiva, una buena forma de entorpecer el desarrollo socioemocional de las niñas y los niños.
Ahora bien, las reglas no comprenden tan sólo las instrucciones expresadas explícitamente en determinadas situaciones, con el fin de regular la conducta; ellas permean las sutiles interacciones de la cotidianidad y, por tanto, es posible que se escapen a la percepción de los adultos que las imparten. Me explico, cada vez que actuamos con base a las costumbres familiares y culturales, o alentamos a los niños a que amolden sus acciones según la forma tradicional en que solemos comportarnos y relacionarnos en casa, estamos transmitiendo reglas sin ser necesariamente conscientes de ello.
Bajo la lógica de las costumbres y las tradiciones se puede llegar a imponer normas estrictas sobre la alimentación, el uso del tiempo o las relaciones filiales, por nombrar algunos aspectos. Al niño de este cuento, por ejemplo, se le exigía compartir casi todas las actividades con su hermana menor, la mamá no veía otra manera de cultivar el afecto entre ellos; pues ella mantuvo, mientras creció, una interacción muy cercana con sus hermanos que, de adultos, aún conservaban.
Y, en este anhelo de mamá por preservar la relación de sus hijos, ignoró, sin proponérselo, las demandas del niño de pasar tiempo sin la presencia de su hermana para jugar con sus amigos, leer sus libros de ciencia ficción, hacer sus tareas sin ser distraído por ella o sencillamente estar solo. Eventualmente, el niño desistió de ponerle límites claros a su hermana y optó por escabullirse para alejarse de ella, esta acción trajo consigo conflictos para la familia y mucho remordimiento para él, pues creía que no la quería lo suficiente. Como en una paradoja, la familia estaba siendo devorada por la regla creada para preservar la unión familiar.
Existen otros desenlaces para los niños que han estado expuestos a reglas devoradoras: el acallamiento de su creatividad, la limitación de su empatía, el temor a su propia curiosidad, la pereza de indagar, la quietud de su imaginación, la negación de sus propias necesidades.
Los valores entendidos, no exclusivamente como mandatos morales o religiosos, sino como cualidades cuya práctica hacen que la vida sea significativa, valga la pena ser vivida; alientan una mirada flexible sobre las normas. Detrás de cada una de estas, por sencilla que sea, debería haber un valor, de tal manera que su cumplimiento aporte a mi vivencia espiritual, a la trascendencia de mi ser. La experiencia de los valores admiten múltiples acciones y como tal, no está condicionada a la obligación, a “los debo, me toca, tengo que”.
Cuando una norma deja de lado el valor que la respalda y empieza a alimentarse de desavenencias es momento de modificarla o dejarla morir del todo. Algunas pistas que les pueden servir para identificar una regla devoradora son: no admite excepciones, incluso en situaciones donde el sentido común dicta que se deberían hacer; su cumplimiento genera discusiones frecuentes entre los miembros de la familia; se pierden oportunidades de crecimiento porque es más importante cumplirla que salir a explorar el mundo; lleva a decir “no” de manera constante; no cumple con la meta para la cual fue creada.