Esta es la peor noticia que Lu ha recibido en su vida, sus papás han intentado todo para distraerle la tristeza, le han comprado una tienda llena de helados, los cachorritos ya no caben en el carro y los gatos están acabando con las cortinas. Aún así, para ella sigue siendo un día triste, muy triste, el más triste. Va a su cuarto y en medio de los 823 osos de anteojos que envió su abuelita cuando se enteró del sufrimiento de su querida nieta, encuentra su cama y se acuesta.
Está tratando de dormir, pero en lugar del sueño llegan las lágrimas y llora y llora y llora, llora tanto que su habitación empieza a inundarse: la lamparita de noche hace cortocircuito, sus lápices de colores se vuelven diminutos barquitos que abandonan uno a uno la seguridad de su puerto-escritorio, a los osos las fuertes corrientes les arrebatan los anteojos. Y sí, Lu está muy asustada, no sabe qué hacer, su colchón ha empezado a flotar y dentro de poco alcanzará el techo…
Su hermano grande la llama desde el otro lado de la puerta, pero ella no lo escucha, le lanza un salvavidas, pero ella no lo ve. Súbitamente, a Lu se le ilumina el cerebro: tira con fuerza su balón de básquet contra la ventana, una y otra vez, una y otra vez, hasta que logra romperla. Las lágrimas empiezan a caer en pequeñas gotas que se van tornando de a poco en una poderosa catarata, su hermano que la espera paciente debajo de la ventana está ahora totalmente emparamado.
Lu salta entre los vidrios rotos de la ventana y cansada de tanto esfuerzo corre hacia su hermano, él la abraza con toda la fuerza de su delgado cuerpo y le dice que para él también ha sido uno de los peores días de su vida. De pronto Lu tiene ganas de comer helado, sacar a pasear los perros, deleitarse con el ronroneo de los gatos y dormir abrazada a los osos de anteojos (pero sin los anteojos porque estorban cuando uno se está tratando de quedar dormido).
FIN
Reflexión
Partamos de una verdad fundamental: el dolor es desagradable, y entre más intenso, se vuelve más difícil de manejar, es como si el cerebro nos gritara “mejor no entres allí que no te va a gustar o no hagas tal cosa porque vas a salir lastimado o no hables de eso que te vas a sentir peor”. Estos mensajes son esperables pues el cerebro evolucionó para protegernos de lo que nos puede hacer daño; lo grave es cuando insistimos en hacerle caso, aunque callar, no buscar ayuda o hacerse el loco no estén funcionando.
Y si a veces la tristeza propia es poco llevadera, la tristeza que experimentan nuestros hijos ante una pérdida o un cambio significativo en sus vidas, la llegamos a sentir aún más profundo, nos quiebra el corazón. Lo que nos puede llevar a poner en funcionamiento, casi sin pensar, una estrategia en la que somos expertos desde pequeños: la distracción del sufrimiento.
Ahora bien, apartar la atención de lo que resulta doloroso es un recurso útil, siempre y cuando sea usado en el momento correcto. No tiene mucho sentido que un niño llore desconsoladamente porque se raspó una rodilla, si pone toda su atención en eso, se perderá del parque y del juego con otros niños. No tiene mucho sentido que una niña solloce toda la tarde por un helado que se le cayó al suelo, si pone toda su atención en ello, se le arruinará el paseo con los papás; en ese caso, lo más práctico será comprarle otro helado. Hay dolores chiquitos que se pueden manejar con la distracción, hay dolores superficiales donde es posible sustituir una pérdida con algo que se parece a lo que se perdió.
Sin embargo, cuando lo que pierden los niños es verdaderamente especial, cuando hace parte de lo que ellos piensan es único e irrepetible como la ida de su mejor amiga, la muerte de una abuelito o la separación de sus papás; la evitación de la pena no tiene cabida, por el contrario, en esas situaciones, la tristeza y la angustia se deben acoger. Es necesario ayudar a los niños a nombrar lo que están sintiendo, validar y normalizar sus emociones y acompañarlos para que el dolor pueda ser tolerado y la pérdida eventualmente aceptada.
En ocasiones, puede ser difícil para los padres saber cómo estar para sus hijos y llegan a sentir culpa, cayendo, sin intención, en la falsa pretensión de sustituir las carencias del amor con objetos y distracciones que responden al orden de lo material, pero no se conectan con el afecto. Bajo estas condiciones es fácil olvidarse que el consuelo existe y que lo que precisan los niños es un abrazo y espacios cálidos para hacer sus preguntas, todas las que se les ocurran.
Una cultura como la nuestra, que exalta permanentemente el goce, la alegría, el estar bien, nos puede complicar la vivencia sana de la tristeza, el miedo y la frustración. No hay emociones malas, todas nos informan algo, unas nos dirán que es momento de saltar y ser entusiastas, mientras que otras nos dirán que es momento de estar en casa y refugiarse en quienes nos aman. En la vida hay lugar para el placer y para el sufrimiento. Una situación de duelo es una experiencia invaluable para aprender a darle cabida al dolor. Aquellos que no saben cómo, corren el riesgo de buscar incesantemente estados de placer que pueden derivar en adicciones o quizás, mantenerse en relaciones donde los lastiman por no atreverse a terminarlas debido al miedo a herir o salir heridos.