Un día Pato se puso a inventar e inventó un laboratorio escondido en medio de la ciudad, en el laboratorio inventó un monstruo al que puso por nombre Frankenstein (bueno, tampoco se lo iba a inventar todo, cuando ya habían inventos que funcionaban muy bien ¿verdad?). El monstruo tenía ojos grandes, unas orejas aún más grandes y una boca enorme, y menos mal porque se le olvidó ponerle nariz y entonces el monstruo debía respirar dando bocanadas. Su cuerpo en cambio era chiquitico, sus manos diminutas cabían en los huecos más profundos y podía rescatar todo lo que se perdía detrás de la mesa de noche, sus pies eran tan pequeñitos que debía cuidar que no se le trabaran entre las delgadas grietas del asfalto.
Raro sí era, hay que admitirlo, y entonces, Pato se dijo: “será mejor esconderlo para que nadie le haga daño” y lo metió debajo de la cama, como pudo lo acomodó entre sus juguetes viejos y la ropa que sus papás habían guardado para su hermanito. Pato pasaba las tardes jugando con Frankenstein en su habitación y lo llevaba al parque, siempre y cuando no hubiera alguien que se pudiera burlar de él. Todo parecía ir muy bien o eso pensaba Pato, pero lo cierto es que el monstruo se sentía cada vez más solo, triste y aburrido e imaginaba que iba a Júpiter y volvía o que tomaba un crucero al centro de la Tierra y volvía o que nadaba con ballenas jorobadas y volvía.
Explorar el mundo se volvió su obsesión, trató de convencer a Pato para que le permitiera ir a las fiestas de sus amigos, asistir al colegio, visitar a la tía Pepa. El niño le respondió que no y que no y que no, ¿qué tal que jugando escondidas siempre lo descubrieran por esa cabezota enorme que tenía y los niños se burlaran de él? o en el colegio, ¿se le olvidara sumar y se rajara en el examen de matemáticas y los adultos se sintieran defraudados? o dónde la tía, ¿no se pudiera controlar y se comiera todas las galletas, causando una gran molestia a quien amablemente le había invitado a tomar onces?
Miren, la verdad es que Frankenstein se dio por vencido, el niño era muy imaginativo, pero vivía asustado de su propia imaginación y esto lo hacía terco y muy difícil de convencer. Estaba ya a punto de dar su último aliento cuando fue descubierto por Mamá, quién al verlo en semejante estado le dio una taza grande de chocolate con queso, un besito en la frente y le llenó una maleta con todo lo que podía necesitar para visitar lugares increíbles, incluido un gorro XXL por si hacía frío.
Ustedes que piensan ¿Pato se asustó hasta comerse las uñas cuando vio que su monstruo se había ido? Pues al principio sí, y no podía ser de otra manera pues se lo imaginaba cayéndose por precipicios, con dolor de estómago por comer mucho dulce o siendo regañado por los adultos por hacerles preguntas imprudentes. Luego empezaron a llegar postales de cada sitio visitado: el Océano Pacífico donde había nadado con ballenas, el centro de la Tierra donde había conocido una familia de topos, la casa de la tía Pepa donde había pasado una tarde maravillosa viendo álbumes familiares. El monstruo estaba conociendo el mundo, imposible desear más y ese es el FIN de la historia.
Aunque… un momentito por favor, antes de irnos quisiera dar crédito a Mamá, quién al dar una segunda vida al monstruo, le enseñó a Pato que para ser feliz hay que dejar que los miedos salgan de debajo del colchón.
FIN
Reflexión
Este es uno de mis cuentos favoritos porque su protagonista es un niño muy simpático y alegre que siempre saluda con una sonrisa y posee una imaginación que va a Júpiter y vuelve. Todas estas cualidades y el haber convivido por largo tiempo con sus miedos le facilitó inventar al monstruo de la historia y resumir en una frase lo que este representaba: “Te vas a equivocar”.
Todos los niños y las niñas que han sentido este mismo temor se identifican fácilmente con Pato pues como él, quisieran esconder su miedo debajo del colchón y que no saliera. Quisieran que jamás los acompañara al parque, al colegio, a conocer nuevos lugares y personas, ¿para qué?, si lo que logra es activarlos tanto que se siente feo el cuerpo, sienten horribles mariposas en el estómago, el corazón se les quiere salir del pecho, las piernas y las manos les tiemblan, se sonrojan, piensan que están haciendo el ridículo y que todos los están viendo o que están molestando a alguien con su manera de ser.
Si bien la vergüenza es desagradable, hay una verdad universal y es que todos la hemos sentido en algún momento de nuestras vidas pues somos seres sociales y estar por fuera del grupo tiene un costo enorme en la satisfacción de nuestras necesidades afectivas y fisiológicas. La especie humana se adaptó para vivir en comunidad por lo que estamos neurológicamente cableados para buscar el contacto humano y detectar claves que pueden poner en riesgo nuestra unión con otras personas. Se entiende, entonces, que la vergüenza nos hace profundamente humanos.
Ahora bien, existen diferencias individuales en el grado en que se experimenta y la facilidad que se tiene para afrontar las situaciones que la activan. A los que más les cuesta, les es complicado encontrar estrategias diferentes a meterla debajo del colchón y al hacer esto, se meten ellos también y poco a poco se les va volviendo más difícil salir a explorar el mundo. Ayudar a los niños y niñas a aceptar la vergüenza como algo natural es un buen inicio para remolcarlos al exterior.
Un primer paso que no es precisamente sencillo, pues la aceptación requiere observar y parar el juicio automático, carente de conciencia y voluntad que nos lleva a clasificar las experiencias de manera inmediata en buenas o malas, agradables o desagradables. A las niñas y los niños no les sirve sentirse constantemente evaluados por los adultos, sobretodo cuando por razones “pedagógicas” nos da por hacer listas infinitas de lo que pueden mejorar. Les sirve especialmente que aquellos que los aman les hagan saber que está bien sentir vergüenza y que está bien embarrarla, los esperen con los brazos abiertos cada vez que se sonrojan y no para decirles que la próxima vez lo harán mejor, sino para que les hagan visible lo que hicieron bien y lo valientes que fueron.
Cuando se sienten amados, así, tal como son, cuando los adultos no proyectan sus propios temores sociales en ellos, les es más fácil sacar a pasear al monstruo. Si como la mamá de este cuento acogemos sus miedos, al igual que a ella se nos dará crédito y aunque no sea ese nuestro objetivo, siempre es bonito recordar de grandes que nuestros papás nos hicieron sentir poderosos :).